domingo, 26 de septiembre de 2010

VANCOUVER ISLAND

Por centrarme un poco, a la mañana siguiente a mi llegada partí de Vancouver (ciudad) con destino a Victoria (en la isla de Vancouver), comprando para ello un billete combinado de autobús - ferry a través de la compañía Pacific Coast Lines, que desde la Pacific Central Station te llevaba en autobús hasta el puerto de Tsaswassen (impronunciable, al menos para mi) donde subes a un ferry que te deja en el puerto de Sydney (ya en la isla), lugar en el que vuelves a subir al autobús que te deja en el centro de Victoria. En total unas tres horas y media. Este trayecto también se puede hacer en hidroavión aunque las limitaciones de equipaje que tienen esos aparatos me hicieron descartar esa opción (también es bastante mas caro).

Total que entre pitos y flautas me planté en Victoria a mediodía con mi bolsa a cuestas y bastante hambre, así que tras parar un taxi que me llevase a mi albergue (HI Victoria) opté por localizar rápidamente algún sitio donde comer. Este fue el momento en el que recibí mi primera lección sobre la cocina canadiense: las raciones que sirven en los restaurantes, bares y demás servirían para quitar el hambre a un elefante famélico. Por tanto no hay que pedir un segundo plato (aunque sea una ensalada) si con el primero basta para empacharse.

Músicos callejeros en las esquinas, edificios con estilo, bien cuidados y conservados, fachadas de ladrillo, piedra y madera, paredes recubiertas de hiedra, jardines bien cuidados, muelles llenos de gente, pintores de retratos y caricaturistas, tiendas con estilo y el inevitable pub de estilo irlandés sin el cual parece que una ciudad no es nada. Pub en el que por cierto acabé esa misma noche tomando una cerveza y al que fui directamente sin cenar dado que aún me duraba el atracón de la comida. Todo eso es Victoria y, lo reconozco, me ha gustado mucho. Y eso que soy mas bien alérgico a las ciudades en mis viajes, al menos a las modernas. Además la cerveza Guinness que me tomé en el Irish Times esa noche me sentó francamente bien, había un músico tocando en directo que no lo hacía nada mal y, encima, había hecho un día soleado de lo mas agradable. Para un primer día de viaje no se puede pedir mas…

Al día siguiente amaneció nublado. El plan era sencillo: recoger el coche de alquiler y poner rumbo a Cumberland, pueblito situado a mas o menos en el centro de la isla y en el que tenía previsto pasar una noche , dado que llegar a Port Hardy en un día, aunque es algo que puede hacerse (y de hecho los autobuses de línea lo hacen), me parecía una salvajada. Por el camino había pensado en hacer alguna parada y, aunque había mirado un montón de posibilidades, decidí guiarme por mi instinto (que en estos casos no me suele fallar) y desviarme hacia un lugar llamado Lake Cowichan. No me equivoqué. Un pueblito minúsculo un bonito lago y gentes que parecían sacadas de una serie de televisión tipo “Doctor en Alaska”, vestidos como si estuviesen a punto de ir a pescar, con sus chalecos de bolsillos y gorros con los anzuelos y moscas enganchados en ellos. Y, por supuesto, todos con su correspondiente todo terreno o pick up. Los únicos coches normales (por decirlo de algún modo, aunque éramos la excepción y no la regla), eran los de los pocos turistas que nos habíamos metido por esa carreterilla llena de baches y curvas con ganas de salirmos de la carretera principal y explorar un poco la isla. Una vez que llegué hasta el final de esa carretera y dado que ya no me quedaba otra alternativa que dar media vuelta y volver sobre mis pasos, opté por seguir ruta y buscar un lugar en el que comer algo. 

Inciso, la chica de la empresa de alquiler me había recomendado unos cuantos sitios para visitar antes de coger el ferry de vuelta a Vancouver desde Nanaimo, a un par de horas al norte de Victoria. La verdad es que yo no la corregí de su error, no fuese que se pensase dos veces lo de alquilarme un coche si le decía cual iba a ser mi itinerario en realidad. Dicho esto, y dado que me quedaba relativamente cerca de donde estaba y ya de vuelta en la carretera principal, decidí parar en otro pueblito llamado Chemainus, uno de los que me había indicado la chica de Hertz. De todos los lugares que tenía a mano éste era el mas pequeño de todos. Y valió la pena.


Al parecer, cuando hace algunos años el sector maderero entró en crisis las autoridades locales de Chemainus decidieron contar la historia del lugar por medio de murales pintados por artistas (primero locales y luego también foráneos), en cuanta pared estuviese disponible, con lo que acabaron por transformar el pueblo en un auténtico museo al aire libre y, francamente, con un gusto exquisito. Con ello consiguieron que absolutamente todos los turistas que rondasen por la zona parasen allí, unos conscientemente y otros, como yo, de rebote. Dado que aparqué justo enfrente de la oficina de información turística decidí entrar y pedir algo de información sobre la zona, cosa que después he repetido en muchos otros sitios dado que la información que te dan es mucha y el personal, al menos todos con los que me he topado hasta ahora, es amabilísimo. Después de contarme sobre el pueblo y los murales la señora que atendía la oficina empezó a preguntarme qué planes tenía para mi recorrido, con lo que conseguí que me informase no sólo acerca de Chemainus

Total, que después de comer algo y darme un paseo para ver los murales opté por continuar ruta. Antes hice algo de compra, por aquello de que todos los albergues tienen una cocina bien equipada y, además, me empezaba a temer que la única forma de comer algo decente en este viaje iba a ser si me lo cocinaba yo. Eso por no hablar de que te ahorras bastante dinero de esta forma, ya que en este país lo de comer y beber fuera sale mas bien caro. Además empezaba a lloviznar y tenía pocas ganas de mojarme y muchas de llegar a mi albergue y descansar.

Mi destino final era Cumberland y el Riding Fool Hostel. La Lonely Planet lo considera uno de los mejores albergues para mochileros de toda la isla y, sin haber visto la mayoría, me atrevería a decir que la afirmación hace justicia al lugar. La mujer de la oficina de turismo, al saber que ese día dormía en Cumberland me comento: ¿Cumberland?, mira que en ese pueblo no hay nada…”. Igual me decidí por ese motivo o porque me gustó el albergue cuando lo vi en Internet. Efectivamente en el pueblo no había casi nada… ni falta que hace. Cené bien y dormí como un tronco, que era lo que necesitaba.


A la mañana siguiente seguía nublado, aunque sin la llovizna del día anterior. Mi intención inicial era echarle un vistazo al Strathcona Provincial Park, que quedaba al lado del pueblo. El problema es que para llegar hasta la entrada del parque había que subir media montaña y, al poco de empezar la subida apareció un banco de niebla muy densa, de esos que hacen que no se vea a tres en un burro a diez metros. Así que me tuve que dar la vuelta porque ni el coche tiene antinieblas ni yo ganas de andar a lo bobo para no ver nada. El plan “b” consistía en volver hacia la costa y quedarme a pasar el día en Campbell River, con la esperanza de que allí hiciese mejor día. 


El plan, sencillo. Dar una vuelta por el puerto hasta la hora de comer y por la tarde echar un vistazo al río a ver si veía pescar algún salmón. La comida, qué podría decir… fue una nueva y casi definitiva lección sobre la gastronomía canadiense, que parece consistir básicamente en amontonar ingredientes sin ninguna lógica en cantidades industriales y sin preocuparse lo mas mínimo por la condimentación, el sabor o el punto de cocción… El único criterio parece ser que cuanto mas, mejor. En definitiva aquí se come en cantidad, pero caro y mal. En esta ocasión me sacaron un sándwich que medía lo mismo de ancho que de alto. Conozco a unos cuantos bocazas y ni ellos hubieran sido capaces de hincarle el diente a semejante monstruo. En fin…

Lo de pescar salmones es algo que aquí conseguiría hasta el pescador mas torpe del mundo. Hay tantos que si no pican ellos se pueden enganchar con el anzuelo por la cola la recogerlo. De hecho, uno de los cuatro salmones que vi pescar en poco mas de media hora cayó así. El pescador lo devolvió al río. Visto esto y una catarata bastante espectacular que había río arriba opté por seguir ruta. Tenía mas de 200 km hasta mi destino y eso, en Canadá son varias horas de viaje.

Sobre ésto un par de cosas. Aquí todo el mundo respeta religiosamente los límites de velocidad (y las señales de stop también). No he visto cosa igual en mi vida. Así que si en la señal pone “velocidad máxima 80” se va a 80. Y punto. Y lo segundo es que en estos países uno nunca sabe cuando va a encontrar una gasolinera, así que mejor no apurar. Llené el depósito antes de ponerme en carretera y en buena hora lo hice porque en 180 km no había ninguna. Con lo que tenía en el depósito creo que habría llegado pero por los pelos… La verdad es que en esa carretera no había nada. Sólo carretera, arboles y algún coche de vez en cuando. De hecho si le dices a un canadiense que esa carretera es bonita te responderá: “¿bonita? ¡Pero si no hay mas que árboles! (de hecho eso fue lo que me respondieron. Igual es que no estoy acostumbrado a 180 km sin apenas rastros de civilización, mientras que ellos su paisaje lo tienen muy visto. 

Realmente da la sensación de que al norte de Campbell entras en otra isla completamente diferente. Hasta entonces hay pueblitos (supongo que mayoritariamente de veraneantes), casitas desperdigadas por la costa… en fin, algo. A partir de allí prácticamente no hay nada hasta llegar al extremo norte donde hay varios pueblos que en el plano parece que tienen que ser la ostia y luego… unas cuantas casas, un par de hamburgueserías y, con suerte, gasolinera. Port Hardy es uno de esos, aunque con alguna cosilla mas que después contaré.

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