Empecé a presentir que había cometido un tremendo error de planificación según me acercaba a Calgary. Después de mas de doscientos kilómetros de interminables llanuras sembradas de cereal, atravesadas por kilométricas rectas interrumpidas por algún que otro pueblo de vez en cuando, los carteles de la carretera me anunciaron que entraba en Calgary. Mis cálculos decían que estaba a unos veinticinco kilómetros del centro y no me equivoqué.
Unos suburbios interminables en los que se sucedían sin interrupción las típicas casitas de madera con jardincillo delante, entremezcladas con naves industriales y talleres de todo tipo y condición sustituyeron los cereales y los rebaños de potenciales hamburguesas durante veinticinco largos kilómetros en los que circulaba tranquilamente de semáforo en semáforo. En el centro, estilizados rascacielos conviven sin ninguna armonía con cochambrosos edificios de apenas un par de alturas y solares vacíos que sirven de improvisado aparcamiento.
Antes de plantearme ir allí había oído hablar de Calgary por dos motivos principalmente. En primer lugar porque fue sede de unas Olimpiadas, aunque de esto hace ya mas de veinte años; y en segundo lugar por la "Estampida de Calgary", que se celebra todos los años a mitad del verano. Es una fiesta, para mi gusto bastante paletorra, que consiste básicamente en un gigantesco rodeo al mas puro estilo del oeste, en el que durante unos días los habitantes de Calgary cambian el traje por la ropa de cowboy y el todoterreno por los caballos y los toros.
Antes de plantearme ir allí había oído hablar de Calgary por dos motivos principalmente. En primer lugar porque fue sede de unas Olimpiadas, aunque de esto hace ya mas de veinte años; y en segundo lugar por la "Estampida de Calgary", que se celebra todos los años a mitad del verano. Es una fiesta, para mi gusto bastante paletorra, que consiste básicamente en un gigantesco rodeo al mas puro estilo del oeste, en el que durante unos días los habitantes de Calgary cambian el traje por la ropa de cowboy y el todoterreno por los caballos y los toros.
Admito que Calgary no me ha gustado en absoluto. Me ha parecido una ciudad vulgar y pretenciosa que, aparentemente, tras décadas creciendo desordenadamente a lo ancho ocupando kilómetros y kilómetros de llanuras ha optado de repente por hacerlo a lo alto, construyendo en el centro un rascacielos detrás de otro y, por supuesto, la inevitable torre con forma de pirulí que parece proliferar como los champiñones en toda ciudad moderna que se precie de serlo. Reconozco que me gustan los rascacielos pero fue un error dedicar día y medio del viaje a ellos. Con la primera tarde había tiempo de sobra.
Orientarse por una ciudad norteamericana es sencillo, pues la inmensa mayoría de las calles y avenidas están numeradas y todas las direcciones se expresan por el número de la calle y el punto cardinal hacia el que está orientada, de tal forma que hasta el mas torpe del mundo podría llegar a cualquier lugar en una ciudad como Calgary, a nada que tenga un poco claros los cuatro puntos cardinales y los números. Prácticamente todo lo que hay que ver en esta ciudad se concentra en las calles de alrededor del centro, así que ni es mucho ni tiene pérdida.
Un bonito parque situado en un islote en mitad del río es un buen sitio para pasear si no tienes mucho interés en callejear o ya te has aburrido de hacerlo. La mejor panorámica de la ciudad se obtiene, como no, desde lo alto de la torre de Calgary donde se accede previo pago de la correspondiente entrada. Un mirador en lo alto y un restaurante giratorio es lo que encuentras al subir allí. Un día despejado se alcanza a ver las Montañas Rocosas, a alrededor de cien kilómetros de allí. Hacia el lado contrario llanuras, interminables llanuras salpicadas con pequeños bosquecillos, ríos y lagos, pero sobretodo llanura.
Decidí tomarme ese día y medio como de relax antes de mi última etapa, ésta en tierras estadounidenses. Lo cierto es que no tenía mas remedio porque mi vuelo era el que era y no había posibilidad de cambio. Por tanto la consigna era no desesperarse y tomárselo con calma. La primera noche me quedé a cenar en el restaurante de la torre. No lo tenía pensado. Entré simplemente a tomar algo y relajarme con las vistas. Sin embargo lo que sacaban de la cocina tenía muy buena pinta y, además, en la carta no había ni una sola hamburguesa lo que sólo podía considerarse como una buena señal, visto el desastre gastronómico que es Canadá. Cené salmón, exquisito, aunque me lo cobraron a precio de besugo. De todas formas lo consideré un dinero bien gastado. Por no mucho menos otros días había comido una hamburguesa.
A la mañana siguiente fui a darme otro paseo. Y parece que como fotógrafo debo dar el pego porque se me acercó un chaval, que resultó ser de Calgary, con una cámara parecida a la mía para preguntarme cómo funcionaba. Se la había comprado hacía poco y no tenía ni idea de cómo manejarla. Mejor dicho, no tenía ni idea de fotografía. A su lado yo parecía un catedrático y eso que tampoco soy ningún figura. Conclusión, pasé un cuarto de hora dando una rápida clase de fotografía en un macarrónico inglés a un chaval canadiense. Entenderme, lo que se dice entenderme… me entendió. Si aprendió algo o no… ni idea, pero hice todo lo que pude. Era lo menos que podía hacer después de haberle dicho que no me había gustado la ciudad, aunque en mi defensa he de decir que se lo dije antes de saber que era de allí. Si lo hubiese sabido antes habría sido un poco mas diplomático. De todas formas el chaval se lo tomó muy bien o, al menos, eso me pareció.
Comí en la terraza del restaurante que había en el parque que he mencionado antes. De nuevo fenomenal y de nuevo a buen precio pero tampoco me importó. Había decidido darme un pequeño homenaje durante ese día y medio para quitarme el mal sabor de boca por el fiasco de Calgary y el disgusto por haber dejado atrás las Rocosas, sus paisajes, sus parques y sus animales. Pasé la tarde deambulando por el centro, haciendo algunas compras y descubriendo el llamado “15 feet walkway”, un curioso sistema de pasillos cubiertos que comunica entre sí prácticamente todos los edificios y rascacielos del centro de Calgary. Llamado así porque están a cinco metros de altura sobre la calle, estos pasillos unen todos los centros y galerías comerciales que hay en las plantas inferiores de dichos edificios, de tal manera que puedes recorrerte todo el centro de la ciudad sin salir a la calle, pasando de edificio a edificio. No es mal sistema para un invierno que imagino será duro.
Esa noche cené en el albergue, el HI Calgary City Centre, muy céntrico y con buenas instalaciones. Mi vuelo salía temprano y no quería acostarme muy tarde. A las seis y media de la mañana siguiente estaba en la terminal. En el control de pasaportes para ir a Estados Unidos de nuevo los dos belgas. A estas alturas ni ellos ni yo nos sorprendimos lo mas mínimo. De hecho parecía poco menos que inevitable que nos encontrásemos allí. Nos habíamos conocido en un ferry y nos íbamos a despedir definitivamente en la puerta de un avión, el suyo con destino a Chicago y el mío a Seattle. Digo definitivamente porque es lo que parecía en ese momento, aunque los tres estuvimos de acuerdo en que no se podía descartar que nuestros caminos volviesen a juntarnos. Si algo se había demostrado durante esas dos semanas es que nuestros gustos, al menos en cuanto al tipo de viaje que preferimos, son poco menos que idénticos.
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